martes, 10 de mayo de 2011

Paisajes Naturales

Sierra de Irta
 
Barranc Salt de Alcoi
 parque natural de Mariola




Relatos de Misterio

 La Lluvia
Bajé la música y me quedé mirándolo desde el sillón, recostado en el vano de la puerta. Alicia sonreía y me miraba como diciéndome que ella tampoco creía lo que veía. Venía mojado por la lluvia y el agua le chorreaba por el pelo resbalando por la cara y el cuello. Me paré y me acerqué para saludarlo, reconocí en sus ojos que estaba preocupado o que algo no andaba bien. Alicia le pidió la chaqueta empapada mientras que yo le servía una copa de coñac que sabía que le gustaba.
Le pregunté que lo traía por aquí y me contestó que venía por unos días de descanso, que no pedía mucho y que sólo reclamaba una cama a cambio de dedicarse a la comida.
Alicia le arrebató el bolso del hombro, decretó que se diera un baño caliente y se pusiera ropa seca y lo arrastró hacia el dormitorio de huéspedes que usábamos como estudio.
Cuando se fueron y me dispuse a seguirlos recordé que hacía casi 4 años que no le veía.
Cenamos abundantemente y tomamos un excelente vino como festejo de su llegada. Nos contó de su vida por Edimburgo y de que no le había ido tan mal. No obstante las buenas noticias, seguí notando aquella preocupación en su cara como si de veras lo aquejara algo serio. Nos habló de sus libros, de sus ediciones y nos regaló su último volumen de cuentos.
Nos aclaró que pasaba por un buen momento económico pero que sus vacaciones eran algo inoportunas si consideraba los compromisos con la editorial, que le estaba reclamando un volumen para el próximo mes. A duras penas y cuando ya creíamos que no lo diría, confesó a qué volvía. Nos dijo que moriría en un corto periodo de tiempo.
Alicia ahogó una risa y bromeó sarcásticamente pidiéndole que no dijera esas cosas. Yo no las tomé tan a chiste. Sus ojos no me engañaban.
Le pregunté que le hacía pensar esa barbaridad y me contestó que era una sensación inexplicable que nunca había sentido hasta hacia poco.
Al terminar de decir esto miró por la ventana que dejaba ver el patio mojado bajo la lluvia. El agua golpeaba contra el cristal como si quisiera entrar.
Empecé a decirle que la venida de la muerte es de novelas de terror y que me parecía que la literatura le había hecho mal y terminé bromeando con que unos días de aires mediterráneos le iban a despejar.
Alicia estaba bastante nerviosa y desvió la conversación, mi amigo no volvió a hablar del tema. Terminamos la sobremesa y por fin nos fuimos todos a dormir.
Según Alicia, la luz del cuarto de huéspedes quedó encendida hasta muy tarde durante la noche. Yo le dije que a él le gustaba leer por las noches.
Los días pasaron y el mal tiempo no se fue. Yo me iba al trabajo con Alicia y dejábamos a nuestro huésped en el centro, allí saludaba a gente que conocía de sus estudios en la facultad, hacía compras o simplemente caminaba mirando los escaparates.
Al mediodía casi siempre llegaba antes a casa y preparaba la comida con lo que había comprado. Le gustaba preparar platos exóticos y nos sorprendía con manjares diferentes a los que nosotros estábamos acostumbrados.
Lo único que no hacía era lavar los platos, pero Alicia lo hacía gustosa a cambio de los platos que nos preparaba.
Yo notaba que cada vez la cara de mi amigo se volvía más severa y preocupada. No sabía que hacer para preguntarle, esperaba el momento idóneo pero no lo encontraba.
Llegó el sábado por la tarde y el mal tiempo no nos dejó, el sol no apareció y aunque no llovió, el cielo permaneció gris y amenazante. Después de desayunar me decidí a preguntarle.
Lo encaré a solas y le pregunté con seriedad enfática qué pasaba y mirándome desde muy lejos volvió a decirme que se iba a morir. Insistí casi irónicamente en cómo pasaría y si estaba enfermo de algún mal incurable pero me interrumpió diciéndome que sería por la lluvia. Que lo perseguía a todas partes desde hacía unos meses y que en Edimburgo se había dado cuenta de esto.
Yo sabía que mi amigo era muy imaginativo y siempre lo tildaron de volado y todas esas cosas. Siempre pensé que sus inventos eran fruto de su romántica imaginación, de su amor por la poesía fantástica y los mundos irreales. Siempre decía que su vida descansaba en el umbral de lo real y que algún día caería hacia el otro lado.
Me explicó que esta persecución se había hecho implacable y que se sentía más débil que nunca para resistirla. Traté de convencerlo de que sería cansancio y tensión por las presiones de la editorial y que si se relajaba terminaría con esa sensación. Me contestó que era urgente acabar el libro y que no podía dilatar más su publicación.
Durante la tarde no pude sacarle nada más, se encerró en sí mismo y se fue al estudio a escribir. A media tarde volví a verle, esta vez estaba más repuesto.
Esa noche, su luz volvió a permanecer encendida hasta muy tarde y entonces Alicia decidió levantarse. Serían algo así como las dos de la mañana y según ella me contó, se paró junto a la puerta del estudio porque sintió agua golpear el piso y, cosa que no habría hecho nunca, se inclinó a mirar por el ojo de la cerradura. Dijo que alcanzó a ver la ventana abierta, la lluvia entrando y mojando el suelo y bajo la ventana, las piernas de mi amigo caído en el suelo. Inmediatamente me llamó y corrí a ver que pasaba. Me dijo que le parecía que estaba muerto mientras me apretaba los brazos con fuerza desmesurada. La calmé como pude y decidí entrar. Mi amigo ya no estaba en el suelo sino que se encontraba sentado en la cama, sólo vestido con la ropa interior y totalmente empapado. Pregunté qué le pasaba y me dijo que se había dado un baño.
Alicia se fue a buscar a la cocina algo caliente y entre tanto yo le traje una toalla del baño. Se tomó un café con leche caliente y se acostó. No escuchamos nada de él durante toda la noche.
Al día siguiente, trabajó durante toda la mañana, preparó su maleta para irse pero decidió quedarse hasta el almuerzo debido a los ruegos repetidos de Alicia.
Comentó que había terminado el libro y que lo llevaría el lunes en el primer vuelo a Edimburgo.
Lo guardaba en un sobre lacrado con la dirección en el anverso y nuestro remitente en el reverso. Explicó que lo hacía por seguridad y que no confiaba en los archivos digitales.Después de comer me dejó un sobre y me dijo que lo abriera en caso de que me enterara de alguna mala noticia.
Alicia recogió los platos y yo me quedé con él charlando. Fumó un cigarrillo, Alicia volvió con otro entre sus labios y lo acompañó. Hablamos de cosas triviales y comentó que quería tomar aire en el patio antes de que lo lleváramos a la estación.
Me extraño su tardanza. Reparé en que llovía de nuevo. No sé por qué me quedé sentado tomando el café, creo que no podía levantarme.
Cuando reaccioné sobre la lluvia y que mi amigo estaba fuera avisé a Alicia y salió ella primero. Se clavó en la puerta que daba al patio, cuando llegué giró y me miró con los ojos más espantados que nunca vi. Miré por encima de ella y vi las ropas tiradas sobre el pavimento. La lluvia escurría por las baldosas los últimos restos de mi amigo, disuelto como arcilla con el agua.
Su libro ya se ha editado, Alicia y yo lo llevamos personalmente a Edimburgo.
En la carta que abrí esa tarde me lo encargaba porque sabía que no pasaría del mediodía. Tengo que pensar que escribió la carta sabiendo que podría decírmelo directamente, pero quizás en su profundo romanticismo creyó mejor crear un último capítulo, un epilogo para su obra. Todavía conservo su reloj y sus apuntes, sus ropas están guardadas en la buhardilla de casa.

 Castigo
Quien sabe de dolor todo lo sabe.
Dante Alighieri
I
Un asesino serial sembraba el terror en Londres. Los esfuerzos de las autoridades por detenerlo eran inútiles. Hasta el celebre detective de la calle Baker había claudicado en su empeño y se había entregado con frustración a la morfina y al violín.
Sin saber que hacer, el jefe de policía Lestrade, desesperado, acudió a los servicios secretos del gobierno. Lo pusieron en contacto con la policía rusa. Viajó hasta San Petersburgo para entrevistarse con el juez Petrovich. Este le propuso una alternativa inaudita: solicitar el auxilio de un convicto condenado por doble asesinato, un genio criminal, a fin de que lo orientase en la captura del Carnicero de Londres.
A cambio del éxito de la empresa le otorgarían la libertad. Lestrade aceptó sin pensarlo.
Se trasladaron a Siberia, localizaron al reo. Los oficiales carcelarios se alegraron al verse libres de su presencia. Nadie lo toleraba: todos temían su personalidad lúgubre y hosca. Lestrade y Petrovich de igual manera se sobresaltaron. Uno al verlo por vez primera, otro al observar de que manera se había vuelto más oscura su personalidad.
La nerviosa figura desgarbada del joven imponía un miedo irracional.
Le propusieron el trato. Él aceptó sin interés. Partieron.
Así, Raskolnikov abandonó Siberia y emprendió con los agentes policíacos la caza del Carnicero de Londres.
II
Recorrieron cada callejón de la zona más miserable de la ciudad. Los peores crímenes del asesino allí se habían suscitado. Sus víctimas principales eran mujeres y niños, pero algún hombre maduro y fuerte también había fenecido bajo los instintos homicidas del inasible verdugo.
Lestrade, auxiliado por Petrovich, puso al tanto a Raskolnikov del modus operandi del Carnicero, de sus hábitos, sus preferencias.
El antiguo estudiante fue capaz entonces, de comprender la mentalidad del terrible asesino. Sin embargo, esto no entusiasmaba a Raskolnikov: estaba en agonía su alma. Sonia. Su Sonia. Un día, dejó de visitarlo en el presidio. Quiso saber de ella y no obtuvo información alguna. Simplemente desapareció. La redención interna del joven se interrumpió por completo. Se olvido de su madre y de su hermana.
Se abismó en su anterior amargura. Desengañado, retomó su excentricidad repelente, sus ideas extravagantes. Volvió a su antigua filosofía del ultrahombre, de la supremacía del más fuerte. Regresaron sus soliloquios desquiciados y trémulos.
Ahora, gracias a su conocimiento y su intuición, los oficiales guiados por Lestrade y Petrovich, rastrearon al Carnicero y lograron acorralarlo en un colosal edificio en ruinas. Las fuerzas policiales rodearon la zona. Raskolnikov se introdujo sigiloso y por su cuenta a la abandonada construcción. Pronto arribó a una penumbrosa habitación superior.
Había localizado la guarida del Carnicero.
Había sangre y restos humanos esparcidos por doquier. En ese momento Raskolnikov sintió un duro impacto en la nuca. Se hundió en la negrura total.
III
Cuando recobró el conocimiento, sintió las ataduras lacerantes de sus manos. Miró en torno suyo y descubrió en un rincón al Carnicero realizando experimentos abominables con el cuerpo de una de sus víctimas. Pero además el joven notó que alguien más permanecía cautivo en aquel nido de muerte. Una jovencita, una niña apenas, atada de manos, observaba los procedimientos del criminal con ojos desorbitados por el miedo.
El Carnicero, con expresión bestial e insatisfecha, arrojó los despojos que manipulaba y se aproximó a la niña. Ella se arrastró aterrada buscando alejarse del asesino. Justo en ese instante, con su inglés suficiente, Raskolnikov comenzó a hablar.
Le explicó al criminal que había desvelado su secreto. El por qué era inatrapable, el por qué su ansiedad de producir dolor, de practicar tortura, de sembrar la muerte.
Raskolnikov había desenmascarado al asesino: no era un criminal común, un simple ejecutor. Su verdadero rostro era más bien el de una enfermedad contagiosa, un estado de conciencia que se difundía de hombre en hombre. Por eso era inútil toda pesquisa encaminada a detenerlo. El Carnicero era el deleite por el mal mismo.
El bestial verdugo lo escuchaba azorado. La niña gemía y esperaba. Raskolnikov al notar la confusión de su captor, prosiguió hablando. Le participó al asesino sus ideas del ultrahombre, del ser que por su naturaleza fuerte y pura supera a todos: los domina, y es así el universo mismo en esencia. Pero para lograr ese nivel era menester dar el paso más importante, le explicaba minucioso Raskolnikov, el de superarse a sí mismo, dejar de ser hombre para serlo todo.
El Carnicero, fascinado por el discurso del joven, se puso el filo del cuchillo en su propio cuello. Estaba pronto a deslizarlo cuando la niña, incapaz de contener su pavor, gimió de nuevo.
Esto liberó al asesino, que dirigió su atención a la adolescente postrada. Los ojos del verdugo se inyectaron de intenciones impronunciables.
Se arrojó sobre ella.
Ahora Raskolnikov era el pasmado. La escena de brutalidad extrema que se le presentaba no le imposibilitó percibir como la enfermedad del criminal penetraba en su espíritu alterado. Sorprendió de pronto una risa gutural y cómplice en su garganta, que acompasaba cada nueva vejación, cada tortura.
Pero luego, lo inesperado: los ojos de la atormentada se encontraron con los suyos. Raskolnikov vio en ellos algo que no era Sonia, pero que estaba en Sonia.
Con un alarido se incorporó a trompicones no obstante sus manos atadas. Con su flaco cuerpo tenso se abalanzó sobre el Carnicero. Salieron despedidos por una ventana y cayeron al vacío. Era un cuarto piso. El Carnicero cayó sobre un carruaje abandonado.
Raskolnikov sobre él. La espalda del Carnicero se hizo pedazos. Expiró en un momento.
Lestrade y Petrovich arribaron al lugar. Se percataron de lo sucedido. Se suscitó un gran ajetreo, llegaron más oficiales. Raskolnikov pugnaba por levantarse. Petrovich corrió hacia él, cortó sus ataduras, lo sujetó, quiso hablarle. Raskolnikov se soltó con furia.
Petrovich lo contempló un momento, luego lo dejo hacer. Nadie trató de detener al joven malrecho y sangrante. Raskolnikov miró hacia una calle lejana. Sus ojos bañados en lágrimas parecieron reconocer a alguien. Se tambaleó hacia allá. Sus llamadas desesperadas a Sonia se perdieron con el final de la luz, cuando las sombras inundaron la zona.
Nunca más se supo de él.
Jesús Ademir Morales Rojas

La cruz invertida
Intenté desviar la mirada de aquellos intensos ojos oscuros, para dirigir los míos hacia sus senos desnudos, pero… no pude. Me tenían atrapado y sólo tenía ojos para aquellas dos perlas negras. Era difícil de creer que yo estuviera allí, desnudo junto a una mujer que casi no conocía, pero el riesgo, el vivir al límite, me excitaba y me llenaba de un morbo jugoso y exquisito. Ella, de piel acaramelada y pelo largo de un castaño rubio parecido a la miel, debía ser muy dulce. Yo mismo me engañaba, sabía que no era así. Quien nos viese a los dos, en aquella playa casi desierta, desnudos el uno frente al otro sin inmutarnos ante nada, pensaría que estamos locos… quizá lo estemos, yo simplemente soy prisionero de las fauces de sus profundos ojos y de aquella cruz, de plata (supongo), con unas curiosas incrustaciones en toda ella de preciosas joyas, que le colgaba del cuello y le caía a la altura del canalillo entre los pechos. Había oscuridad también fuera de sus ojos, era de noche, la nocturnidad ya nos había atrapado y, a la luz de una fogata de pequeñas dimensiones, aún seguíamos el uno frente al otro, de pie, impasibles.
Cuando pude desviar, por fin, mis ojos de los suyos, observé y aprecié todo cuanto había pasado por alto hasta entonces. La cruz invertida, su estremecedor cuerpo… mientras el análisis era realizado por mi más calenturienta mente, su cuerpo, el que era tan bello, empezó a agrietarse. Empezaron a abrírsele heridas, llagas, supuraciones… Mas cual fue mi horror cuando empecé a sentir que acontecían los mismos efectos sobre mi cuerpo. Ella estaba desapareciendo, su cuerpo se estaba convirtiendo en ceniza…
“…polvo eres y en polvo te convertirás…‿
…y yo, yo… poco a poco iba desintegrándome, apagándome, muriendo.
Una suave brisa arreció sobre el lugar y arrastró consigo las cenizas, esparciéndolas en toda la extensión del mundo y allí, sobre la arena sólo quedó un triste recuerdo en forma de cruz, de cruz invertida.
Extraído del libro “El Lado Oscuro del Cuento” de Víctor Morata Cortado